Propio en la esquina de aquel departamento en el que ya no vivo un muchacho de quince fue detenido a punto, dicen, de morir en mártir acuchillando gente en la promenade plantée, el paseo arbolado que nace detrás de la ópera de la Bastilla sobre las vías de un ferrocarril desafectado de la vecindad.
Las casas que uno deja atrás tienen casi siempre una porción de resaca y más de cuatro episodios amargos que uno querría borrar con el codo. Un gran codo universal, un Fu Manchú escamoteador de humillaciones, penurias y vergüenzas.
Con esa casa de la rue de Charenton no nos quisimos desde el primer día hasta el final. Pero de borrarla de mi memoria a que la elijan centro de atentados jihaidistas hay un paso, hondo, difícil de franquear.
Sus misterios ese frente tan banal como tener los tenía. Por la parte de atrás un edificio sin indicación alguna de actividades. Bastante personal anodino pero sombrío. Por entonces a ese enjambre de gente misteriosa le atribuí actividades de espionaje. Muchas veces cuando salía de la ducha sin cuidarme mucho de enrollarme en la toalla recibía llamados no tan anónimos de uno de sus empleados. Hoy me entero que no estuve muy lejos en mis presunciones, la construcción tiene el vago título de Autoridad de la seguridad nuclear.
Me detengo en algunas postales adheridas a mi piel de aquella estancia. La vecina del cuarto cenando en casa con un colega catalán. A veces dice que es judía por parte de padre, a la madre muy católica española solía cruzarla en el ascensor. La chica; descarnada, rubia pálida, edad imprecisa entre treinta y cuarenta, diseñaba ropa para bebé destinada a una fábrica coreana.
Aquella comida salió bastante buena, pescado al horno a punto y vino bueno. La vecina, cuyo nombre no recuerdo si es que alguna vez lo supe, habló de la enseñanza de Gurdjieff, donde en una suerte de encierro pasaba sus fines de semana.
Gurdjieff, ese gurú ruso de moda en los años veinte del veinte que tenía subyugados a los fieles, especialmente norteamericanos de guita y de prestigio: paradigma, la muerte de Katherine Mansfield tuberculosa, buscando la trascendencia en un establo y pleno rudísimo invierno.
La rubia sin nombre se explaya en que no puede dormir porque en los cimientos de nuestra casa está enterrada la cabeza degollada de Luis XVI, que al final de nuestra calle hay un cementerio con gente ajusticiada durante la revolución, que vaya y vea. Fui y no encontré otra cosa que un cementerio de barrio y cemento triste a más no poder de líquen, floreritos quebrados y abandono, fundado bastante después de la revolución francesa. En cuanto a la cabeza y el cuerpo del guillotinado estuvieron en un cementerio que no existe, el de la Magdalena y después, prefirieron la cripta de la basílica de Saint Denis.
Gurdjieff, carismático tiene algo de meter miedo como Rasputín de película muda. Otrosí, de Gurdjieff me quedó y practico ponerle una corteza de limón al café.
Aquel colega catalán, que quería una “vida subida a un jeep trepidante de aventuras”, acabó dejando el periodismo, de ejecutivo en una agencia de recursos humanos, despidiendo gente. A mi reprobación contestó: -Y, alguien lo tenía que hacer.
Si escarbo en las estampitas de esa casa me veo mirando paralizada a otro vecino en la entrada con sangre en las manos. El subió por la escalera, yo me metí en el ascensor y me quedé aterrorizada detrás de la puerta hasta que vestida, me desperté al día siguiente sabiendo que no había sido una pesadilla. En la residencia también había familias napolitanas a las que sorprendí vendiendo falsos rólex y camperas marca trucha los fines de semana por los Campos Elíseos.
Enfrente del departamento, de una comisaría a veces oía aullidos de alguien que arrestaban y no por las buenas.
Entre sectas, guillotinas, alguna cuchillada, falsarios, represores, a los que ahora se agrega un muchacho jihahidista anda el juego en que andamos.
La arboleda de la promenade plantée encima y nosotros por los corredores de un laberinto sin salida, dentro, muy adentro.
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